jueves, 19 de mayo de 2016

CUENTO




M A M Á





Cuando él llegó todo fue distinto.

Poco a poco se hizo dueño de la casa, y de mamá.

Tuve que dejar la bici en el patio de tierra para que él acomodara la moto en el garaje y cederle mi estante de juguetes para sus discos de rock.

Mamá se tiñó el pelo y empezó a comprarse pantalones dos talles más chicos. Así, apretada y llamativa caminaba colgada de su brazo, mientras yo, unos pasos apartado de ellos, me moría de vergüenza.

De puro quisquilloso él no permitía que nadie se sentara a la mesa en su lugar y mamá era la única que lo tuteaba. A mí me había prohibido semejante familiaridad y lo llamaba tío.

No me quiso nunca, lo supe en cuanto lo vi.

Me mandaba de aquí para allá y cada tanto tenía que esquivarle un manotazo, mientras mamá parecía vivir en otro mundo, pegada a él.

En mis sueños yo le disparaba, lo atropellaba, lo envenenaba y rescataba a mamá, para que ella se quedara a mi lado, como había sido antes.

Pero en la mañana, al despertar, él seguía siendo el rey de la casa, desayunando feliz mientras mamá le untaba las tostadas con dulce casero.

Soportarlo toda la semana me agotaba, pero los sábados era peor.

Desde la mañana mamá se arreglaba el pelo, se pintaba las uñas, se probada diez veces las blusas y se depilaba las cejas.

Después de cenar iban al club a bailar y yo apenas existía para ella cuando antes de salir, me daba un beso apurado para no desprenderse el brillo de los labios.

De madrugada, cuando volvían, oía los pasos de los dos hacia su dormitorio, la puerta al cerrarse, la risa burlona de él galopando sobre el murmullo de mamá, que se iba perdiendo de a poco, hasta que unos gemidos entrecortados le apagaban la voz.

Por toda la casa se iba extendiendo ese susurro sofocado de mamá, apenas un aleteo, como si hubieran entrado pájaros por la ventana. Era ése el momento en que más lo odiaba.

Una tarde pasé por el kiosco de diarios y vi la revista. Una chica rubia, apenas tapada por una nube de espuma, apoyaba sus manos sobre los pechos altos y redondos. Ahí me acordé de lo celosa que era mamá.

La había sorprendido algunas veces escuchando inquieta cuando él hablaba por teléfono, hurgando en los bolsillos de su campera, revisando sus cajones.

Recordé la furia de mamá cuando en el televisor aparecía una mujer hermosa, su boca apretada mientras él entrecerraba los ojos, pasándose la lengua por los labios.

Tres veces fui y volví, mirando la revista de reojo, inquieto, pero como yo era el que todos los días iba a comprar el diario el muchacho no dudó en vendérmela.

Lo demás resultó fácil. La escondí entre las carpetas del colegio y más tarde, recorté prolijamente todas las fotos de chicas desnudas que me parecieron más lindas.

Altas, maquilladas hasta la exageración. Vestidas de bebitas, de hadas, de mucamas. Calzadas con botas doradas y sandalias con tiras. Envueltas por tules transparentes, acostadas en alfombras, cabalgando sobre caños, con la espalda arqueada y de rodillas.

Algunas ni siquiera mostraban la cara, pero también las recorté.

Esperé ansioso a que salieran para hacer compras en el centro y desparramé los recortes en el botiquín del baño donde él guardaba la crema de afeitar, entre sus compacts y en el estante de sus camisas.

Esa noche los oí cuchichear como siempre, después la risa tenue de mamá, el aleteo inquieto y los ronquidos asquerosos de él.

En la cama, imaginé a mamá, roja de rabia, tirándole la ropa en la vereda, y gritando que se fuera, que no quería verlo nunca más y me metí en un sueño donde todo volvía a ser como había sido hasta que él llegó.

Al día siguiente, espié a mamá, pero mamá lavó la ropa y cantó mientras planchaba. Ni rastros de un ataque de celos.

-Habrá que esperar hasta el viernes, -pensé, porque los viernes mamá se dedicaba a limpiar la casa, desde el cielo raso hasta los pisos, sin dejar de pasar el plumero por cada rincón.

-Cuando mamá descubra los recortes -,me repetía a cada momento, -estallará de celos y aquellos pájaros nocturnos no van a desvelarme más.

Él llegó a la tardecita, yo preferí quedarme por el fondo, haciéndome el distraído.

Después de acomodar la moto, entró.

En la cocina a esa hora, los dos acostumbraban a tomar unos matecitos.

Me asomé apenas, apoyándome en la puerta. Estirada sobre la mesa y rodeándole los hombros mamá le acomodaba el pelo sobre la frente. Él chupaba la bombilla con los ojos cerrados.

Después mamá bajó la voz y acercándose cada vez más le susurró en la oreja. No pude oír pero la mirada de él me pareció más oscura.

- Mirá qué turro, que guachito turro -dijo con los labios casi cerrados -esperá que lo agarre, no le van a quedar ganas de hacerse el vivo conmigo.

Mamá acomodó la espalda en la silla y sonrió.

- Ya vas a ver cuando lo vea, ya vas a ver -repitió él y se levantó con un movimiento lento.

Yo salí por la puerta del patio y me fui hasta la plaza. Una fatiga me apretaba el pecho. Ahí me quedé mientras la tarde se iba poniendo más fría y los faroles se encendían.

Regresé contando las baldosas de la vereda. Al dar la vuelta a la esquina lo vi. Parado en la entrada y fumando.

Cuando levantó la vista, tiró el cigarrillo, lo aplastó con el pie y se acercó. Sin moverme, entre las piernas sentí que me corría agua.

Tomándome del pelo descargó un golpe sobre mi cara. Después otro, y otro, y otro.

Por la nariz hasta la boca, me llegaba un sabor casi dulce, me dolía el cuello y caí.

- Hijo de puta -dije desde el suelo, pero él ya no podía oírme.

Su espalda ancha y su nuca se fueron inclinando dentro de mis ojos cuando traté de levantarme de costado, apoyándome en los codos.

Delante de la puerta, encendió con calma otro cigarrillo, el humo se volvió denso, rodeándolo mientras entraba.

Mi pantalón y los zapatos estaban mojados. La cara me latía.

Pasé por la cocina, mamá preparaba la cena.

- ¿Viste, no?, te lo tenés merecido por insolente, -dijo y siguió batiendo huevos en un plato hondo.

En la mesa, él ni me miró. Y mamá tampoco.

Después de comer, yo llevé los platos a la cocina, ella los apiló en la pileta de la mesada.

- Mamá, - le dije en voz baja, pero mamá puso la cafetera en el fuego y sacó dos tazas de la alacena.

- Salí, - dijo - salí del medio -. La voz de mamá me dolió más que los golpes.

Más tarde, ni siquiera me dio las buenas noches.

Supe entonces que era tanto el odio, que era demasiado para odiarlo solamente a él.

Cuando al día siguiente me levanté, ya lo había decidido.

Él, en el patio, aceitaba la moto. Con silbidos desparejos repetía la música de la radio.

Mamá, le tiró un beso breve antes de entrar al lavadero. Al minuto salió llevando la escalera para limpiar el baño.

Ella odiaba las manchas verdes de la humedad, así que antes de repasar uno a uno los azulejos, mamá frotaba una esponja con lavandina por el techo del baño.

Entré en el momento en que estaba con la esponja en la mano y el olor a lavandina era una oleada picante.

- Sos vos, - me dijo al oír mis pasos - ya habrás aprendido, así que,

Antes de continuar fue doblando la cabeza para mirarme de frente.

- entrometido, y cuidate, cuidate ¿entendés?, porque la próxima voy a -decía la voz de mamá subida en el último peldaño y raspando los hongos del techo.

Yo ya no la escuchaba.

Me acerqué a la escalera y con toda la fuerza de mi cuerpo, empujé.

Mamá fue perdiendo la forma de un cuerpo erguido, con las manos tratando de agarrarse a la barra de la cortina.

Vi como se iba resbalando sobre los azulejos de la bañadera. Al caer chocó contra el lavatorio.

Su cabeza golpeó contra el inodoro.

Sobre la frente, le iba manchando el pelo un hilo espeso, de color amarronado.

Movió un brazo, y me pareció que iba a levantarse, pero mamá siguió tendida en las baldosas, mirando con los ojos fijos, el techo con humedades.

Salí al patio y lo llamé. Se acercó con las manos sucias, y esa mirada oscura que me aterrorizaba. Por un momento pensé que iba a sacudirme una cachetada, por haberlo molestado.

- Es mamá, tío. Lo espera en el baño.

Él caminó hasta el baño, dejando sobre el parquet el barro chirlo del patio.

Antes de entrar al baño, se detuvo en la puerta, un sonido de espanto le subió desde el pecho. Agachado sobre el cuerpo de mamá le sacudió los hombros, manchándole el vestido de grasa negra.

En un último abrazo, la cabeza de mamá colgaba hacia atrás y la cara de él era una mueca deformada.

Fui hasta el teléfono, marqué el número.

- Fue él - dije, y colgué.



M.R.-C.
DE AMORES Y DESAMORES

Editorial Dunken









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