LAS AGUAS
—Otra vez —dijo
el polaco y plegó el cuerpo sobre la abertura de la puerta del frente —.Ya siento el olor Lucía. Traé los chicos.
La mujer
entró al cuarto sin ventana, levantó a un chico de la cuna y sacudió a otros
dos que dormían juntos en una cama.
Un olor
denso cruzó la puerta abierta y se metió hasta la cocina, donde ella se apuró a
guardar galletas caseras en una bolsa.
Cuando
salieron hacia el camino de las chacras el viento les dobló la cara sobre el
pecho y los chicos se apiñaron estremecidos.
Al dejar
atrás el galpón, el agua caía como cimbronazos sobre ellos. Nubes violetas
flotaban en una corriente inquieta que precipitaba aún más agua.
—Tenemos que llevar el arado —dijo el polaco a la mujer.
Retrocediendo unos palmos llegó a la huerta. Lo arrastró hasta la
tranquera, se lo colgó de los hombros.
El cielo de herrumbre disparó serpentinas que le
achicaron las pupilas grises. Todo crepitó de fuego y los árboles se doblaron
como campesinos al sol.
La mujer apretó al chico sobre a su pecho empapado, los otros dos al lado, asidos a la falda que se le pegaba en las piernas.
Escarbando los charcos, el polaco, caminaba detrás de ellos. Amalgamado al arado, sus pies se hundían en el lodo.
No
podemos perderlo, pensó debajo del hachazo del agua.
Estampidos y fulgores le
cegaban el camino. La lluvia, se le clavaba en la cintura, le
agarrotaba el cuello. Casi no veía, pero sabía que las sombras que caminaban adelante,
eran su familia.
A ratos llegaba
un llanto menudo, podía escucharlo a pesar del zumbido que retumbaba dentro de
su cabeza como el galope de los zainos arriados hacia el monte.
La
estación, en el alto, se recortaba en el camino, rodeada de una
negrura brumosa con sus techos de cinc pintados de amarillo.
Al doblar
la esquina un caballo pasó al galope, pero el polaco no divisó quién lo
montaba. Un estallido frío volvió a mojarlo y a llenarle la boca de algo
espeso. Todo el campo era un pantano.
El mismo infierno, pensó el polaco bajo la lluvia rotunda, inclinado por el peso,
desajustado como un espantapájaros apretado al arado.
Un calambre inesperado y atroz le adormeció los hombros.
Por la
ruta que llevaba a la colonia, nadaban en canales marrones ramas tronchadas,
pedazos de cobertizos, tranqueras astilladas.
En medio
de tanta pérdida, el hombre oyó como un ronquido su propia respiración, un jadeo desconocido, cada vez más pesado,
que le subió por la garganta.
Pasos
adelante, la mujer y los chicos llegaron a la loma. Apenas podía verlos, desdibujados en el
anochecer sepia. Allí se detuvieron, adivinó que se abrazaban. Su imagen resquebrajada le entró en los ojos.
Un
viento fuerte sobre la nuca lo hizo caer de bruces sobre el lodo y un
resplandor rojo lo estremeció.
Se le
aflojaron los brazos y el arado rodó un trecho por el barro y resbaló por
el declive, precipitándose hasta el puente y de allí a las aguas.
El
polaco no lo supo.
DEL GLAMOUR A LA CIÉNAGA (2014)
M.R.-C
DUNKEN
M.R.-C
DUNKEN
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