jueves, 6 de julio de 2017

NARRATIVA


CITA  

                                                     Por Marita Rodríguez-Cazaux






Decidimos conocernos personalmente en abril, y en la Feria. Era el mejor lugar para dos personas que habían contactado en un taller de Letras por Internet.
Yo apenas sabía algunos datos imprescindibles como su nombre, pero no tenía ninguna duda sobre sus alcances literarios, por supuesto conocía qué libros formaban su biblioteca y que en ese momento mediaba “Sostiene Pereira” mechándolo con una novela de Carver, que hojeaba un poemario de Gelman y que sentía curiosidad por los versos de Huidobro.
Él también conocía mi encantamiento por la lectura de ciencia ficción y mi descaro en querer escribir algún cuentito en ese género. Siempre pensé que la palabra ciencia es impecable hasta para pronunciar, por ese seseo que enfatiza nuestro rioplatense y porque todo vocablo terminado en ciencia, me acerca a la conciencia, y yo tenía muy despierta la conciencia ficcionada. Otra palabra que me parece impecable; a saber, ¿es que existe otra cosa que no sea ficción? Ni siquiera la historia y hasta podría incluir la geografía y la astronomía, no podrá negarse que un paisaje de mundo o de cosmos es una escenografía pasada por la aduana de la imaginación de tantos como lo sueñen. Ni qué decir de las ciencias exactas, quizá la mayor ficción.
Para seguir con el tema, restaba llevar a cabo la cita a las tres de la tarde en la puerta, hacia la izquierda de la entrada, que era el lugar que elegimos para vernos por primera vez.
Dos días antes, traté de no excederme en chocolates y de caminar cuarenta cuadras, compré una chalina colorida y me corté el flequillo. Mientras me vestía para el encuentro se me ocurrió pensar en que uno de los atractivos de la Feria es “caminarla”, entonces, por las dudas, elegí un par de botas de taco mediano. 
La tarde era espléndida, ese airecito alérgico y perfumado, propio de nuestro otoño en Buenos Aires. Llegué a las tres en punto; la Feria ya presentaba el aspecto que la hace diferente a todas las ferias de libros, esa particular magia de luz y voces. 
Me quedé cerca del puesto de Informaciones, la puerta, hacia la izquierda de la entrada, que era el lugar que elegimos para vernos.
A unos pasos, un chico repartía señaladores, dos chicas con viseras que publicitaban una empresa cibernética invitaban a ver una película en una sala vidriada y una señora preguntaba a los gritos el horario de la charla sobre Yoga. 
A las tres y media, para hacer tiempo, caminé hasta el final de pasillo y me detuve en unas mesas, curioseando con la intención de descubrir un poemario de Huidobro y sorprenderlo cuando llegara. Mejor no, pensé al instante, que elija él; entonces volví a la puerta, hacia la izquierda de la entrada que era el lugar que elegimos.
Silbidos de vigorosa alegría acompañaban los aplausos que llegaban desde un rincón. Seguro un mediático, aseguré, pero los aplausos seguían y me tentó acercarme. Exponía un hombre joven sobre los recursos del género fantástico y una muchacha de voz fascinadora empezó a leer fragmentos de Tantalia y un microcuento de George Frost.
Me senté en el borde de la silla de la última fila. Lo imposible podía tocarse, lo irreal se tragaba la realidad. Impecable. 
Miré la hora, cuatro y cinco. Salí disparada a la puerta, hacia la izquierda de la entrada que era el lugar.
Una pareja mayor trataba de conformar a un nene que quería el autógrafo de Superman. Iba a decirles que a metros había dispuesto un centro de entretenimientos y libros para chicos, debieron adivinarme el pensamiento porque los tres se encaminaron hacia el pabellón infantil.
Volví a pasarme la mano por el flequillo y a mirar la hora. Cinco menos veinte. Por los altavoces anunciaron la apertura de una disertación sobre costumbrismos en la literatura. Qué bueno, pensé, allí encontraré la orientación para poder extendernos en la charla sobre García Márquez (que a los dos nos subyugaba) o para analizar El páramo en llamas. Entré.
Una mujer anotaba en un cuadernillo frases sueltas, la buena idea de apuntar las genialidades de las ponencias me obligó a sacar mi agenda. Allí escribí palabras que me parecieron orientadoras, vocablos que dejamos caer con descuido en las charlas y que luego quisiéramos volver a recordar. 
Un cafecito me vendría bien, me dije y salí hacia la cafetería. La cordialidad de la chica que me atendió, el señor que leía en la mesa contigua y me prestó una silla, los dos extranjeros que se levantaron para dejarme paso, no me sorprendió. Un café en la Feria, es otra cosa; toda la gente tiene onda. 
Volví a la puerta, hacia la izquierda de la entrada, pero un grupo entusiasmado de jóvenes, cruzó el pasillo. Hablaban entre ellos, alguien dijo ROI, y me fijé en el programa. Presentaban Letras del Face. Justamente era la hora, así que subí a la Sala Victoria Ocampo. El público colmaba la sala, muchos sacaban fotos, otros se filmaban junto al cartel anunciador del evento. Una chica alta y bonita organizaba, corría al micrófono, arreglaba los sitios de la mesa, apilaba libros a un costado. Iba y venía, sobre tacos de obelisco con una sonrisa encantadora. Dos muchachas con acento entrerriano me ofrecieron un lugarcito entre ellas. “Está buenísimo, hay gente de la capital y de las provincias”, me dijeron. 
ROI, resultó ser una iniciativa de Editorial Dunken, y Letras del Face llegaba al décimo cuarto de los volúmenes compilados por escritores argentinos, estudiantes de edición y talleristas ligados a la cultura. Esta novedad incluía narrativa y poesía en concursos absolutamente gratuitos a autores noveles, editando una antología de obras inéditas. 
No pude escapar a la calidez de los integrantes de la mesa, mucho menos a la alegría que reinaba en el auditorio. Los trabajos que leyeron los autores me decidieron, compré tres ejemplares para regalar.
Bajé hasta la puerta, hacia la izquierda de, pero nadie parecía esperarme. Ya había anochecido y la Feria resplandecía de luces. 
Volví sobre mis pasos, entré a dos o tres stands, crucé el pabellón azul compré un libro de Gelman. Paseé por el amarillo. En el verde, descubrí “Relato de un náufrago”, la brillante crónica escrita por el colombiano en 1955. Imposible resistirse. Más adelante, “El Futuro que fue” de Cáceres, recordó que el cumple de mi sobrina se avecinaba. Oportuna elección. 
Crucé el pasillo, desde un escaparate entreabierto, Benedetti me invitaba a amores con solo extender la mano. 
-¿Se lo envuelvo? -preguntó la cajera.
-Los libros no se envuelven -dijo una voz antes de que pudiera contestarle. Al girar, un hombre de pelo castaño me miraba sonriente.
-Es para regalar, todos los regalos deben envol…, -aseguré terciando.
-No creas, y mucho menos los libros de poemas. Sería como amordazarlos. Si te sobran unos minutos -invitó-, nos sentamos y lo discutimos. 
Nos sentamos bajo unas sombrillas de lona, en un patio donde el olor a asadito se mezclaba con el aroma de la tinta. En la pared de un pabellón, el reloj daba las nueve de la noche pero no se me ocurrió ni pensar en la puerta, hacia la. Por el contrario, me pareció justicia no taparle la boca a los versos, al fin las palabras son “… flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer corno piedras opacas…corno monedas gastadas, signos vivos, pañuelos de bolsillo, como zapatos usados, esperanzas y decisiones, que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuáles son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. Y ahí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas…”. Cortázar lo sabía, y el mayor milagro, yo también lo había descubierto. 
Era tarde cuando nos despedimos con la promesa de un nuevo encuentro, en la puerta, hacia la izquierda de la entrada. Y esta vez -la Feria por testigo-, puntualmente.


"Cuentos de Ferias"

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