sábado, 26 de septiembre de 2015



Impotencia


Por Fernando Veglia

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Voy a describir, por única vez, el simbolismo que observé en el interior de un vagón de tren, cuando me dirigía de la ciudad de Flores a la de Morón por cuestiones personales, que no vale la pena confesar en virtud de su egoísmo.
Estaba amaneciendo, pero todavía el cielo no aclaraba. El invierno comenzaba a imponer su voluntad. Llegué a la estación a paso ligero y compré un boleto de ida a Morón que, en aquel entonces, me costó unos cuarenta y cinco centavos. Había muy pocas personas en la boletería; la mayoría eran hombres de mediana edad, desaliñados en el vestir, pero con la particularidad de que todos llevaban un bolso, que a mi parecer utilizaban para guardar las herramientas de trabajo. Aunque eso no es lo importante, ruego disculpas a quien se someta a este tipo de lecturas. 
Lo cierto es que el andén estaba casi desierto. Habría esperado quince minutos cuando escuché la bocina que anunciaba la llegada del tren. Me subí en uno de los vagones del medio. Todos los asientos estaban ocupados. Me quedé parado, lejos de la puerta. 
El sonido de la fricción que causaba el tren al deslizarse sobre las vías, hacía que el sueño me invadiera en ráfagas despiadadas. Intentando mantenerme despierto,  comencé a mirar fijamente a un viejo calvo, de corta estatura y muy sucio; no recuerdo su vestimenta, pero sí sus gruesas y callosas manos apoyadas en la parte superior de un asiento, ocupado por una joven pareja cuyo pequeño hijo, en los brazos de su padre,  no dejaba de gesticular para llamar la atención de ese extraño hombre.
Transcurridos unos minutos, en los cuales el infante inquietaba con sus gritos al vagón mientras manipulaba un pequeño chocolate, el viejo comenzó a jugar con él. Primero lo distrajo con palabras ininteligibles que sólo el bebé era capaz de comprender, luego el viejo notó que tenía un chocolate y trató de quitárselo, pero le fue imposible porque el niño lo escondía entre sus ropas. Después de reiterar esta operación varias veces, no sé por qué motivo, el pequeño entregó la golosina al viejo roñoso, quien la guardó en el bolsillo de su camisa y se dedicó a ignorar su entorno.
El pequeño, sabiendo el valor de lo que había perdido, comenzó a reclamar su pertenencia con gritos histéricos; el viejo le mostraba el chocolate y, sin dejar siquiera que lo tocara, lo volvía a esconder. Al darse cuenta de que sus pedidos eran inútiles, desgarró el silencio con su llanto. 
El hombre miró estupefacto al niño y comprendió que había hecho fracasar a alguien que todavía no conocía el mundo, obligándolo a vivir la peor de las situaciones, a mi consideración, que es la impotencia ante la vida. Sin embargo, recapacitó rápidamente, le entregó el chocolate y con su gran mano callosa tomó el brazo del bebé, lo levantó como si fuera un gran campeón y comenzó a gritar: “Vamos carajo, siempre hay que ir para adelante, no estás en la lona”.
La fuerza de estos gritos atrajo al policía que normalmente se encontraba en los trenes, e hizo que, en la estación de Ramos Mejía, bajara por la fuerza al hombre que no cesaba de gritar, mientras miraba al niño y la puerta se cerraba en su rostro.
Esto es todo lo que puedo describir de ese insólito viaje; cada vez que los días me superan y la vida no vale un boleto de tren, en mi mente aparecen los ojos de aquel viejo y suelo creer hipócritamente que no fracasé.
              
                                                                     ***
Relato incluido en el libro Líneas (Ed. de los Cuatro Vientos, 2005)
Fernando Veglia p/fernandoveglia 

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