viernes, 22 de junio de 2012

EL MARTES SIGUIENTE

                                                                                                          
Como todos los martes él la visitaba. Verla, le traía el paisaje de una infancia que le habían arrebatado.

Como todos los martes ella lo esperaba. Verlo, la volvía al tiempo familiar de mesa completa.

Él, desde que se levantaba pensaba en el encuentro. Esmeraba el arreglo, se lustraba los zapatos, combinaba la corbata.

Ella, temprano, se movía inquieta en la cocina, preparaba los bollos, el bizcochuelo con dulce y la tarta de membrillo. Se lavaba el pelo, se peinaba con las hebillas de carey, se perfumaba.

A las doce ya cubría la mesa con el mantel bordado, los platos de postre y dos tazas del juego decorado. Las cucharitas pulidas, las servilletas de hilo.

Él, tomaba un café en la oficina y leía el diario en el horario del almuerzo.

Ella, a las cuatro menos cuarto se ponía los aros de perlas, y agudizaba el oído.

Él, cerca de las cuatro, compraba un ramo de flores en la entrada del subte. A las cuatro y media tocaba el timbre y esperaba que ella abriera la puerta.

Cuando entraba, le daba un beso en la mejilla.

Ella lo abrazaba y le pasaba la mano por el jopo oscuro de rulos rebeldes.

Él desenvolvía las flores y ella las colocaba en un jarrón de color verde. Lo tomaba del brazo y los dos, llegaban hasta el comedor. Se sentaban a la mesa en los lugares que siempre ocupaban.

Sin hablar, se miraban.

A las cinco y cuatro, ella se levantaba, iba a la cocina y traía la bandeja con la tetera, el azúcar en terrones, la jarra de la leche tibia.

Él se erguía y servía el té minuciosamente para no manchar el mantel impecable.

Ella, cortaba la tarta, ponía un trozo en el plato de él y esperaba que los ojos se le volvieran golosos. Después cortaba otra porción para ella y sonreía.

Él, comía el bizcochuelo de membrillo y se pasaba la lengua por los labios. Detenía la mirada en la cara de ella y sonreía.

A las seis y media el sol de la tarde caía sobre la medianera de ligustros y un fresco entraba por la galería. Entonces ella se cubría los hombros con un chal tejido y él levantaba la tapa de la caramelera de cristal y sacaba dos bombones.

Cuando oían que el reloj de la sala marcaba siete campanadas, él la ayudaba a levantarse y se acercaban al piano.

Los dos miraban las fotos colocadas sobre la tapa lustrosa.

Ella, vaciaba sus ojos sobre la risa de la chica de rulos oscuros y desandaba paisajes. Él, se llenaba del alborozo de la sonrisa perfecta, y traspasaba silencios y ausencias.

Los dos oían al mismo tiempo, los golpes, el atropello, las voces soeces. Las caídas, el arrebato, el llanto.

A las siete y media caminaban otra vez del brazo por el patio hasta la puerta cancel.

Ella sacaba las llaves del bolsillo de su falda gris, se empinaba sobre los pies, lo besaba.

Él se inclinaba, le acomodaba el chal sobre los hombros delgados, le pasaba los dedos sobre la mejilla.

A las ocho menos cuarto ella lo miraba cruzar la calle adoquinada y cuando él, saludaba con la mano en alto y se perdía en el recodo de la esquina, cerraba la puerta.

A las ocho, él esperaba en la estación el tren de las ocho y diez.

Ella guardaba hasta el martes siguiente el juego de té y el mantel bordado. Hasta el martes siguiente, él no compraba flores.

Hasta el martes siguiente, ella entornaba los vitrales de la galería y él no viajaba en tren.

Hasta el martes siguiente los dos pensaban en el martes siguiente.

Porque ella había guardado esa ternura para cuando lo encontrara. Porque él quería regalarle flores cuando la conociera. *      Derechos Reservados. M.R.-C.

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