martes, 26 de noviembre de 2019

NARRATIVA





SECRETOS 





Carlitos no entiende nada. No entiende nada desde que se cayó de la cama, cuando era chico. Eso dice mamá y asegura que poco a poco va a ir aprendiendo, pero Carlitos ahora es más alto que yo y sigue sin entender nada.
Ni siquiera habla, apenas unos ruidos como hipos, que se vuelven insoportables a la noche, mientras duerme y no pueden entenderse porque no son palabras, son sonidos como el ruido que hace el papel de los regalos cuando se rompe.
–Pobre Carlitos, está soñando –dice mamá cuando los ruidos nos despiertan –.Seguí durmiendo, yo me quedo un ratito con él. 

Sé que el ratito va a durar toda la noche y cuando me levante, mamá estará casi lista para salir porque el nuevo trabajo queda lejos de casa y el viaje en colectivo es largo. Antes, mamá tenía más tiempo para estar en casa y era ella la que se ocupaba de Carlitos, pero hace dos semanas que soy yo la que lo despierta y después de vestirlo, le calienta la leche.
Me cuesta ponerle las medias y las zapatillas, no se queda quieto y se mueve hasta que se le salen otra vez y tengo que volver a ponérselas. Por suerte aprendí a atarle los nudos ajustados.
–Sacate la gorra Carlitos, que te tengo que peinar –le pido, pero no quiere y sigue con la gorra verde en la cabeza todo el día. 
Una mañana le acerqué el tazón de leche, lo tiró de un manotazo, pasó la lengua por el mantel de nailon y se quedó mirándome. Por el mantel un reguero blanco caía hasta las baldosas.
–Sos un idiota –le grité llorando de rabia, de ganas de decirle que por su culpa tengo que faltar al colegio y no puedo hablar más tiempo con mamá. 
Me puse a limpiar el piso con un trapo, Carlitos empezó a moverse arrastrándose, se daba golpes contra la pared y pateaba el marco de la puerta; después se quedó quieto, con la cabeza hacia atrás. Salí de la cocina y no le hablé en todo el día. Cuando a la noche nos sentamos a comer con mamá, tampoco le puse la servilleta para que no se manchara.
Después de cenar, fue a su cuarto y volvió con la caja de lápices. Las puso en la mesa y con el dedo empezó a hacer rayas imaginarias, como hace siempre esperando mis dibujos coloreados. Con brusquedad, aparté los lápices. Al desviar la vista, la mirada de mamá tambaleó sobre la mía, colgada de un trapecio tenso y, como si Carlitos se hubiese vuelto invisible, las dos nos quedamos solas en medio de la cocina, sin más compañía que este dolor repartido.
Un dolor que se amansa a veces, cuando salimos al patio y Carlitos se estira debajo del sol, con la gorra verde sombreándole la frente, y se queda en silencio, sin esos ruidos horribles que hace cuando quiere decir algo. Roto en bastones, el sol hace que los ojos de Carlitos, parezcan más claros. Entonces, le doy una galleta y la muerde hasta ablandarla.
– Carlitos –le digo –comé bien, mirá que cuando venga mamá se lo cuento.
Él sigue lamiéndose los dedos y me pone tan nerviosa que pienso decírselo a mamá en cuanto aparezca por la puerta, pero después me arrepiento y no le cuento nada.
Prefiero que mamá no sepa. Tampoco lo de ayer.
Ya estaba nervioso al levantarse. Lo noté enseguida porque tiró la gorra y la pisó hasta arrugarla. Mamá le dio varios besos antes de irse, pero Carlitos siguió moviendo los brazos, revoleándolos para los costados.
Encendí el televisor, era una película hermosa y lo llamé.
Pero él se tiró en la alfombra. De perfil, vi que empezaba a llorar sin ruido, porque Carlitos no hace ruido cuando llora. Abrió la boca y la cara se le deformó en una mueca muda. De pie, se quitó de un tirón el buzo abrigado.
–Te vas a resfriar –le dije tratando de ver la película, pero siguió sacándose la remera y se desprendió el pantalón.
En la pantalla un paisaje de playas y casas blancas, me recordó un verano que pasamos cerca del mar. En la arena, Carlitos se doblaba hasta parecer un ovillo y le gustaba el ruido de las olas. Mamá dice que las olas se mueven con una música secreta que solamente se oye si estamos vacíos de otros pensamientos.
–Mirá Carlitos, qué hermoso suena el mar, como a vos te gusta –dije. 
Él pareció no oírme y sacudiéndose, con el pantalón caído, enrollado, trataba de sacarse las zapatillas.
– Sos loco, mirá lo que estás haciendo –grité viendo que seguía tirándose del pantalón –No te doy más galletas  –lo amenacé, pero no se enojó. Al contrario, se le ocurrió abrazarme. Tanto me apretó que me faltaba el aire y tuve que darle un empujón, porque me dolía. 
Él volvió a abrazarme más fuerte y juntando su cuerpo al mío me tocó la cara y los hombros. Una y otra vez, me pasó las manos por los brazos y por la blusa.
Las manos de Carlitos son duras. No son blandas como las mías o las de mamá. Son manos casi cuadradas, de dedos pesados y tan torpes que rompen todo.
–Vestite pronto que te va a dar tos –dije retándolo, pero Carlitos siguió bajándose el calzoncillo como si quisiera mostrarme que lo podía hacer solo, sin ayuda y delante de mí, casi desnudo, se puso de pie. Con rapidez, se frotó entre las piernas.
Un líquido espeso lo fue mojando hasta las medias. Con las manos pegajosas, acercándose, volvió a tocarme la cara.
Desde el televisor el ruido de las olas pareció detenerlo un momento. Tal vez estará escuchando la música secreta, pensé, pero Carlitos siguió pasándome las manos húmedas por el pelo y la blusa.
–Mirá cómo me manchaste –lo acusé y fui soltándome de su abrazo –Vamos, tenés que estar limpio antes de que venga mamá. 
Los dos fuimos al baño. Le saqué el resto de la ropa y lo ayudé a meterse en la bañadera para frotarlo con la esponja. Desnudo, silencioso, Carlitos parecía un bebé grande mientras lo secaba.
Le puse las medias y un jogging azul, le até las zapatillas. Él se acomodó la gorra sin darse cuenta de que estaba al revés y se le veía la etiqueta.
–Ahora voy a bañarme yo –le dije. Carlitos se quedó inmóvil, sentado en la tabla del inodoro, las manos sobre las rodillas. Me descalcé, abrí la ducha, corrí la cortina y me metí debajo del agua. Me enjaboné el cuerpo, me sequé y me envolví en la toalla. Él seguía sentado en el inodoro. Al mirarlo vi que la cara de Carlitos estaba deformada. 
Está llorando, pensé, está triste sin remedio. Un sentimiento extraño me dio escalofríos. Entonces, delante del espejo, me desprendí la toalla. Tomé el frasco de perfume de mamá y me lo fui desparramando por los brazos, por la espalda. Un serpenteo fresco me recorrió las piernas hasta los tobillos.
Con la mano me alisé el pelo y me fui acercando para que Carlitos pudiera tocarlo; desde la cabeza ladeada escurría un hilo de agua mientras él se llevaba a la boca un mechón húmedo. El perfume era más fuerte cuando Carlitos, como si pasara la lengua por un helado, me mojó el cuello. Un nuevo gesto le abrió la boca y un hilo tibio, transparente, me corrió hasta la cintura.
Lo aparté despacio. Con la mano atraje su mano hasta mi cuerpo.
Sobre mi cuerpo iban resbalando los dedos estirados y duros de Carlitos. En un instante me pareció que iba a decir algo. Esos mismos sonidos que nadie entiende y que se guarda en la cabeza, como la música secreta de las olas.
–Alguna vez los sueños se acercan desde una distancia enorme –dije, y lo ayudé a ponerse de pie. Fuimos hasta mi cuarto. Quieto, sentado en el borde de mi cama, Carlitos esperó a que me vistiera mientras movía la cabeza hacia los lados. 
De la mano lo llevé al lavadero y puse la ropa en el lavarropas, para que mamá no la viera. La mía y la de Carlitos.
–Vamos al living a mirar la tele –propuse, pero ya había terminado la película. Él, con un ademán torpe arrastró una silla para que me sentara y se tiró en el sofá. 
–Ya se fue la película, ¿no ves? Mejor dibujemos –dije. Carlitos siguió mirando la pantalla. 
Estaba oscuro cuando volvió mamá. La ayudé a poner los platos y los cubiertos sobre la mesa. Carlitos seguía con los ojos clavados en el televisor, jugaba con el control remoto. En la pantalla se encimaban las imágenes.
–Vengan a comer –nos llamó mamá mientras revolvía la salsa en la cacerola. 
Lo llevé hasta la cocina y nos sentamos los tres a la mesa. Carlitos se acomodó en la silla meciéndose hacia adelante y no quiso ponerse la servilleta.
Con una cuchara fue levantando uno a uno los ravioles de su plato. Cuando alguno se caía de la cuchara, volvía a levantarlo. Masticaba y tragaba y masticaba hasta que el plato quedó vacío. Mamá le sirvió jugo y bebió de un trago.
–Muy bien Carlitos  –le dijo mamá– ,ahora comé la manzana. 
Carlitos mordió la manzana haciéndola girar entre las manos. Se quitó la gorra y la colgó en el respaldo de la silla. Al rato, como todas las noches después de comer, mientras mamá y yo terminamos de ordenar, Carlitos dio vueltas alrededor de la mesa. 
–Hasta mañana Carlitos –le dije cuando mamá lo llevó al baño para lavarse los dientes. Él levantó una mano y saludó como si estuviera muy lejos, como si nos separara una distancia inmensa. 
Puse el café en el fuego y una taza sobre el mantel.
Oí la voz de mamá mientras lo acostaba, la misma canción hasta que se queda dormido, seguramente para que Carlitos no vuelva a caerse de la cama.
Cuando mamá entró a la cocina, yo había servido el café. Con los codos apoyados en la mesa, como si la espalda le pesara, mamá parecía cansada. Empezó a hablar de cosas de otro tiempo. Cosas lindas de cuando Carlitos era el mismo de la foto que tiene sobre la cómoda, un Carlitos que yo no puedo imaginar sin la gorra verde y los sacudones.
–La semana que viene podés volver al colegio –aseguró mamá –.A Carlitos lo va a cuidar una señora que recomendó la tía –dijo, y siguió revolviendo el café. Después se levantó y se puso a lavar los platos. 
Debajo del chorro de la canilla las burbujas del detergente, como globos, se chocaban y se rompían. Mamá se las quedó mirando mientras el agua corría por la pileta y los vasos parecían barquitos inclinados.
Al entrar a mi cuarto, llegaban los sonidos desparejos, inquietos, de todas las noches.
–Pobre Carlitos, qué será lo que sueña –dijo mamá antes de apagar las luces. 
Quise decirle que yo sabía. Pero los secretos no se dicen. 










DEL GLAMOUR A LA CIÉNAGA, DE MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX
CUENTOS (2013)
ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA DEL ARTISTA PLÁSTICO NÉSTOR VEGA
EDITORIAL DUNKEN
AYACUCHO 357  CABA

NARRATIVA







LA CAJA




Esta mañana me desperté en esta casa; pero ésta no es mi casa.
No es mi casa porque ni siquiera la ropa del placar es mi ropa. Yo la hubiera reconocido con tocarla aún en la oscuridad, tanteando entre las perchas.
Es lo que digo, no son mis cosas, no es mi casa.
Y lo más desesperante, no está mi caja azul en el estante de siempre.
Tenía esa caja desde que era chica, una caja de cartón forrada de papel azul.
La he tenido siempre a mano y en ella guardaba las figuritas de purpurina, las postales de Navidad, fotos de escapadas al campo y al mar. Las cintas de las tortas quinceañeras rematadas en dijes de lata dorada y un cuaderno Perlita donde escribía versos.
La caja siempre estuvo conmigo, sobreviviendo fiel a veraneos y mudanzas.
Me acuerdo en ésta última de haberla metido en los cestos de la mudadora, pero cuando todos los cestos fueron despojados, la caja no estaba en ellos.
Tampoco entre las valijas de la ropa, ni en la bolsa de los cosméticos, ni en el zapatero. Ni perdida entre diarios abollados.
En los primeros días eran tantas las cosas para ordenar que imaginé, despreocupada, que aparecería más tarde.
Las siguientes semanas ya estaban alineados los libros, los discos en los estantes, las revistas en la mesa baja. La loza distribuida en la alacena y los cubiertos en perfecta fila dentro de los cajones.
Y aunque ahora se haga la distraída y me diga que ese no es su nombre, fue Socorro la que me ayudó a acomodar las mantas, las toallas, los manteles.
Tuve tiempo de colgar cuadros y lámparas y de poner una alfombra debajo del sillón del living.
Pero la caja no apareció.
Planté geranios y un rosal en el jardín cuando llegó el verano. Para la galería del fondo, donde el sol se cuela con fuerza, cosí cortinas con volados y un almohadón para el sillón de mimbre, porque a mamá siempre le gustó sentarse allí en la hora de la siesta.
Porfiada, pensando que podría haberse caído en el apuro de entrar los muebles, llamé a la empresa de la mudanza y declararon no haberla encontrado en el camión ni extraviada entre los cestos.
Revisé nuevamente el cuarto del fondo, debajo de la escalera que conduce a la terraza, y entre los macetones del patio.
Había desaparecido y con ella, los recuerdos.
La carta de la tía, las flores de seda de mamá, el lápiz chato del abuelo ebanista. Un anillo de plata y azabache de Cesures, una libreta de viaje del noventa y cuatro, las estampas del bautismo de mi ahijada.
Me horroricé al recordar que en los últimos tiempos la caja rescataba de los cajones de mis muebles las cosas más sensibles: aquel brevet de piloto de mi padre, la billetera de cuero acartonado con fotos en sepia, una servilletita de La Ópera donde estaban escritos mensajes que fueron envejeciendo como mapas de un tesoro perdido.
Más adelante cuando no encontré el libro de proverbios árabes supe que también estaba en la caja de papel azul.
Desde ese momento, mi único pensamiento fue la caja.
Pero era sólo mío, porque ni siquiera Socorro se preocupaba de que me faltaran los recuerdos y sostenía tercamente que nunca estuvieron en la caja.
Indiferente, sin siquiera responder cuando la llamo, me deja sola, luchando contra ese sentimiento de abandono que contagian las mudanzas.
Con esa ambigüedad de tener que buscar lo mismo en cuatro lugares distintos, de escuchar las campanadas del reloj en un cuarto donde no recordamos haberlo colgado.
Pasillos por los que los pasos retumban por primera vez y suenan desconocidos como los cuadros amurados en paredes aún más desconocidas.
Huérfana de olores propios, de paisajes, apresada en un lugar ignorado, asomándome al abismo del recuerdo mientras todos los otros van haciendo sus vidas, sin importarles mi dolor de no encontrar la caja azul.
Hubo un tiempo en que dejé de dormir muchas noches y me obligaba a seguir el camino de la memoria pensando detenidamente qué hice el primer día, el segundo, el tercero, mientras, inclinada sobre los canastos, sacaba toda la casa para volver a armarla.
En una hoja de papel fui escribiendo lo que recordaba, mirando en cada rincón, fisgando entre las dudas y las verdades que peleaban en mi cabeza.
La caja seguía sin aparecer.
Socorro aseguraba que había pasado bastante tiempo para acordarse de todo pero yo igual insistía en buscarla.
La caja volverá su lugar de siempre, me prometí y seguí destinando un estante del placar para cuando apareciera. Por eso ahora que ni siquiera el estante es el mismo, me ahogo de desesperación.
Tanto que hasta al desconocido que podaba el ligustro del parque le pregunté qué haría si se le perdieran años guardados en una caja y no los encontrara. Me miró y se sonrió con la misma sonrisa de mi nieto y antes de concentrarse otra vez en su trabajo agregó que esas cosas aparecen en el momento menos esperado.
¿Cosas?, pensé enojada, le dice cosas al collar de perlas grises, a las fotos de la abuela y a las cartas de Alejandro.
Alejandro... Pero, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Él sabía que guardaba ahí sus poemas de novios, así que cuando lo vi a la noche en la mesa, le conté que estaba buscando la caja.
-¿Otra vez? ¿No te parece que ya la buscamos demasiado? -susurró con esa voz especial y la mirada mansa con que me recorría últimamente, como esperando que yo me cayera dentro de sus ojos.
-Tenés que ayudarme a buscarla -le impuse con rabia. Acercó su silla a la mía y me sirvió vino blanco en la copa.
-Brindemos por la caja -dijo -,porque aparezca, porque no te olvidés de mí, y bajó los ojos mientras me apretaba la mano.
-Él tampoco, ni siquiera él puede darme una idea sobre el paradero de mi caja- pensé desolada, y no le hablé por días. Vengativa, odiando esa firmeza que tiene de decirme que deje de pensar en la caja. Como Socorro, que para colmo dice que no es Socorro y es tan torpe que no entiende que los sones de una gaita pueden guardarse dentro de una caja azul.
Y ahora todo perdido, la risa de los chicos, las cartas de mis padres.
Un tiempo que ni siquiera puedo recuperar en los espejos.
No se acuerdan de aquella noche, en que me pareció oír la voz de la abuela en la sala y decidí decírselo al día siguiente, a la hora del desayuno.
Temprano, cuando Socorro vino a traerme el té con tostadas de pan negro consideró mejor no preocuparla. Pasé toda la tarde escuchando a la abuela tocar el piano, en espera del momento oportuno para contárselo, sin embargo al atardecer, la abuela subió las escaleras sin preguntarme nada.
Sería mejor indagar a las primas pero no las veo seguido y a mí se me olvidó preguntárselo en aquella fiesta, la misma en que Alejandro puso una nueva estrella plateada en el árbol porque la nuestra estaba en la caja que aún no aparecía. Yo lo dejaba hacer mientras Socorro acomodaba las porcelanas mirándome de reojo, como si quisiera hurgarme los pensamientos.
-¿Te acordás del abanico florentino? -dije apretándome a su costado cuando nos quedamos solos - .Tampoco está en el cajoncito de la mesa de noche, ni las pulseras de nácar, seguro están en la caja,- insistí.
Pero tengo que reconocer que Alejandro sigue muy dedicado a su trabajo y lo único que hizo fue acomodarme la bufanda sobre el cuello mientras me pasaba el brazo por la cintura. Tan sereno como acostumbra, y eso que le juré que no podríamos comer el pavo con cerezas porque la receta está guardada en la caja desaparecida.
Mucho peor esas dos desconocidas, arrugadas y oliendo a lavanda que vienen a aburrirme con su parloteo desmemoriado algunos días, diciendo que son mis amigas y sollozando siempre con hipos al irse, sin siquiera ayudarme a buscar mi caja azul.
Todos se callan, como si fuera tan fácil seguir en esta casa que no es mía y sin la caja.
Me gustaría que mamá se los dijera claramente, ella que siempre me comprendió, así se darían cuenta, pero no bajó de su dormitorio y Socorro contrariándome, aconseja no subir a molestarla.
En la hora de la siesta, cuando la espero en la galería, enseguida aparece una chica, alta y modosita, invitándome a pasear un rato por el parque con la excusa de que mamá está cansada.
Entonces aprovecho para hacerle un inventario de los lugares donde estuve hurgando sin encontrar la caja. Y como es la única que parece oírme, siempre le repito lo mismo.
No sé a quién se le habrá ocurrido que podría tener otra caja y trataron de hacerme entrar en razón, prometiéndome que conseguirían una igual, pero esas cajas no pueden reemplazarse. Es imposible, ninguna va a ser ésa.
La misma donde guardé el cuaderno de poesías y unas figuritas de purpurina.
No pueden comprender que dentro de la caja están todos mis años, todo ese tiempo que ahora debe estar perdido y sin poder orientarse para regresar.
Días de caricias y temblores de despedidas. Besos encerrados y cientos de palabras que fueron alejándose de las voces.
Las cartas y las fotos que quieren volver y no pueden, porque no encuentran la casa y desesperadas irán ahora dando vueltas por jardines y cuartos que son de otras personas. Lo mismo que me pasa a mí.
Porque hasta la casa se perdió también dentro de la caja.
Nuestra casa.
Por eso me dan ganas de llorar y lloro todo el día y doy vuelta los cajones y busco en el fondo del placard, mientras Socorro se queda mirándome con ojos estáticos, ojos de vieja sin sentido.
Menos mal que alguna noche la abuela baja de su cuarto y se sienta a los pies de mi cama y canta despacito la canción que adormecía mi infancia.
Un momento solamente, hasta que vienen otra vez todos los recuerdos a pedirme que los encuentre y los saque de la caja azul. Y yo me empiezo a perder en las calles que se cruzan y se desvían para que no encuentre la huerta soleada ni el taller de papá.
Y me ahogo gritándoles a todos que tengo que encontrar la caja y que no los soporto más y salgo y me siento en el banco del jardín.
Hasta que llegan mamá y la abuela y en silencio nos quedamos esperando que Alejandro regrese para ayudarme a buscar la caja.
Y me repita una, cien, mil veces, como si yo no pudiera entender, que vamos a encontrarla, que aún tenemos el amor. Y que el amor nunca se extravía.
Pobre Alejandro, como si yo no lo supiera.







DE AMORES Y DESAMORES, DE MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX
CUENTOS 
EDITORIAL DUNKEN (2010)
AYACUCHO 357


*La imagen de Internet que ilustra el cuento es propiedad de sus autores.
NO PERTENECE AL LIBRO.







NARRATIVA






EL TAPADO DE MEZCLILLA 




Lo había descubierto en San Telmo, revolviendo en una tienda cualquiera, casi oculto por un echarpe de cachemira. Sin poder resistirme, me lo calcé sobre los hombros.
—Un abrigo italiano, de corte impecable —se apuró a indicar el tendero— Mire los pespuntes en cordoné, los botones dorados, la martingala. Un tapado con presencia. Dígame, ¿usted diría que es verde, azulado o gris? Le resultará imposible porque este tapado tiene el color del estado de ánimo de quien lo use—dijo confidente —.Y fíjese la trama…Ya ve, una pichincha para no perderse—remató con gestos galantes.
Pagué sin regateos, sin entender por qué me atraía un abrigo de mezclilla fuera de moda y salí de la tienda con el tapado colgado en el brazo. Balanceándose al compás de mis pasos por los adoquines, las mangas parecían gesticular sombras azules, verdes y grises en las paredes.
Ya en casa volví a ponérmelo. Mirándome de perfil ante el espejo, me pareció regresar a la infancia, delante del ropero de mamá, probándome su ropa.
Qué tonta, porfié, no necesito tener otro abrigo, y menos si me lleva a esos recuerdos. Claro que no es mala compra, no puede negarse su hechura distinguida, me conformé mientras lo colgaba en una percha.
Una semana más tarde me invitaron al cumpleaños de una prima en la casona de la playa. No quería ir porque la casa rememoraba aquellos días interminables de veranos aburridos, donde daba vueltas por el parque, la sala, los pasillos del corredor. Pero, yo jamás encontraba las palabras que ayudasen a escabullirme de esas reuniones tediosas y acababa por aceptar.
Termino haciendo lo que no quiero, me recriminé mientras guardaba contrariada en la maleta la ropa interior y los zapatos altos, los cosméticos y el vestido negro de lana. Con este frío, protesté al tiempo que ponía todo en el baúl del auto. Entonces, me acordé del tapado de mezclilla jaspeada.
Puedo estrenarlo, pensé, y lo acomodé en el asiento.
A las tres horas cruzaba la tranquera y seguía el camino de pinos hasta llegar a la casona. Estacionados sobre la gramilla, cuatro autos y una moto se alineaban bajo el alero. Adiviné que todos estarían en la sala, junto al hogar de leños. Cuando entré, un fuerte olor a piñas quemadas llenaba el salón.
—Por fin —me recibió la tía, con el tono afectado que creía obligatorio en la gente paqueta y se acercó para besarme.
—Ya nos marchábamos a pasear por el centro —me dijo mi prima al abrazarme. Pensé que el centro no tenía más de cinco cuadras de negocios, un club, el casino venido a menos y la plaza principal.
—Vamos, vamos —ordenó la tía y empezó a distribuirnos por grupos para subir a los autos.
—Está desierto, como todos los inviernos —susurró mi prima y, sonriendo, me empujó para salir.
Poca cosa para estrenarme el tapado, pensé.
En el verano, la playa era invadida durante el día por haraganes ricos con anteojos oscuros que, antes del atardecer regresaban a sus hoteles a cenar y nos dejaban todo el pueblo marinero para nosotros. La gente se reunía en las puertas de las casas y tomaban helados en las veredas, convencidos de que el lugar solamente les pertenecía por entero en los inviernos.
Hacia la medianoche los autos volvían a acercarse a la playa, con los faros encendidos circundaban un espacio donde encendían fogatas mientras las radios sonaban estridentes. Yo los veía detrás de las ventanas, espiando el bullicio de los visitantes, imaginando sus vidas agitadas, sus viajes, sus desbordes. Aventuras tan distantes de mis vacaciones sosegadas.
Caminamos hasta el bar del centro, un viento fresco me obligó a cerrarme sobre el cuello las solapas, mientras un sol delgado resbalaba por el tapado.
—¿Te acordás de Enrique? —cuchicheó mi prima, tocándome el brazo.
Era imposible olvidarme de Enrique. Lo recordaba aún sin proponérmelo.
El año en que mis primos pasaron con los abuelos el verano, los días solitarios sin otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros, se volvieron días de alegría y juegos en la playa. Amigo de mis primos, simpático, incansable, era el líder indiscutido. Lo veneré desde su llegada. No perdía oportunidad de estar con él, cabalgando por los médanos, jugando en el mar, organizando guitarreadas alrededor de los fogones.
Juntos siempre, hasta que un mediodía, ella apareció en la playa y el sol se eclipsó sobre su pelo. Perfecta y rubia, paseaba sin prisas por el borde del mar. Enrique dejó de mirarme para mirarla, se fue alejando de todos los momentos que compartíamos para estar pendiente de ella. Quedé más sola que en los veranos anteriores.
Al término de las vacaciones la siguió a Buenos Aires. Más tarde, supe que vivían en San Marino, Enrique había finalizado sus estudios y trabajaba en un buffet importante. Pero la convivencia no resultó fácil y, tras dos años de matrimonio, se separaron. Él, entonces, regresó al campo de sus padres.
Para rematar mi carrera viajé, becada, a Bélgica. Retorné con el inicio de la democracia y conseguí un buen empleo como correctora en una editorial capitalina. A pesar de la relación estrecha con mis primos, no volví a ver a Enrique.
Nos desviamos de la plaza para entrar en el bar. Mi prima comentó que vivía solo, establecido en la chacra familiar.
—Se ha vuelto taciturno —dijo confidencialmente.
Cuando nos sentamos a la mesa, miré en derredor curioseando el salón. La luz raída de las tulipas, se desmoronaba sobre las mesas cercanas. De inmediato, reconocí su nuca, sus hombros apenas recostados en el respaldo en la silla. La tía también lo vio, y poniéndose de pie, alzó la voz para llamarlo. Girando lentamente, Enrique saludó con la mano. Al verme, pareció sorprendido.
Se levantó. Apoyado en la mesa, contestó algunas preguntas de la tía; después se llegó hasta mi sitio.
—¿Puedo sentarme? —dijo, separando la silla.
—Sentate donde quieras —le contesté y corrí el tapado del asiento donde lo había dejado, al tiempo en que él se sentaba.
—Tiempo atrás… —dijo despacio, cruzó los brazos sobre la tabla de madera.
Parece decolorado, como la rubia, me regocijé en secreto al notar las canas en sus sienes y las arrugas leves en la frente.
Sus ojos se detuvieron en los míos, temí que adivinara mis pensamientos y apreté los dientes para no confesarle cuánto había extrañado esa mirada.
No te quiero, no te quiero, llevo media vida aborreciéndote, pensé y sostuve su mirada demostrando una indiferencia que no era real.
—¿El abrigo es tuyo? —preguntó señalando el tapado, como si quisiera alejarlo, mientras yo bebía chocolate dulce, con los ojos fijos en la pared con humedad.
—Lo compré en Londres —mentí. Una mueca le torció los labios.
Cuando nos levantamos para regresar, la tía lo invitó a cenar. Él se negó cortesmente.
—Prometeme que venís a los postres —insistió ella. Enrique, ladeando la cabeza, aceptó casi sin abrir la boca.
Cuando llegamos a la casona, la abuela asaba castañas y las bellotas crepitaban por el calor.
—Pobre Enrique —susurró mi prima antes de ir a cambiarnos, parece que algo lo estaqueara en la tristeza, como si no pudiera ser feliz en ningún lugar. Seguro ni siquiera viene a la noche.
—La tía no debió obligarlo —dije subiendo la escalera.
—Quizá haya sentido lástima por él, Enrique no es el mismo desde que ella lo dejó. Aquella relación fue cruel —agregó mi prima, apurándose en los escalones —, una mujer cínica que solamente perseguía su posición.
—Así son las rubias —contesté molesta, pasando la mano sobre mi flequillo oscuro.
Durante la comida me sentí incómoda, silenciosa. La abuela, solícita, acercaba los platos con castañas almibaradas y los duraznos glaseados del postre.
Después de la cena alguien trajo un álbum de fotos y mientras la tía lo hojeaba todos empezamos a convertirnos en bebés gordos envueltos en mantitas tejidas, en chicos despeinados jugando en la playa, en adolescentes desgarbados.
—Qué lindo sentirse veinte años más joven —dijo la tía. La miré con rabia. Veinte años, eran los que yo tenía cuando me enamoré de Enrique. Nunca pude querer de la misma manera, arrastrando fracaso tras fracaso, enredos y desilusiones que parecían perseguirme.
—Mirá, mirá…, acá estás disfrazada de Pierrot y con medias blancas —gritó mi prima, señalando mis piernas flaquitas de rodillas huesudas.
Yo odiaba las fotos de la abuela porque acercaban ausencias muy dolorosas, días interminables de vacaciones solitarias mientras la familia viajaba al Uruguay y yo, alejada del bullicio de las clases, no tenía otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros.
Un motor detenido en la entrada precipitó a la tía a la puerta. Al rato apareció en el salón del brazo de Enrique. Me pareció que él se sentía incómodo.
Increíble volver a verlo y en esta casa, pensé al tiempo que respondía a su saludo.
—¿Viste las fotos? —dijo la abuela mostrándole el álbum —Fijate qué lindas están las chicas —agregó.
Horribles pensé, horribles con esos trajes de baño con voladitos y los sombreros de lona a rayas. Horribles al lado de la rubia impecable, envuelta en un pareo importado y con un escote de envidia.
—Fue una época especial —dijo Enrique sonriendo con ese rictus que diferenciaba su sonrisa de la de los demás.
—¿Por qué? Un verano que pasó de largo y que nadie recuerda, no tiene nada de especial —intervine sabiendo que iba a lastimarlo.
Lentamente se separó del sillón donde la abuela hojeaba las fotografías. Se acercó al ventanal. La tía le alcanzó un pocillo de café. Los vi hablar en voz baja.
El calor de los leños me mareaba. Descolgué el tapado del perchero y salí a fumar un cigarrillo al parque.
Unas pisadas a mis espaldas hicieron que me diera vuelta. Era él.
—Al llegar a San Marino ya la había perdido —dijo como si fueran palabras que hubiesen quedado adeudadas, un secreto que tuviera que develarme —.Fue inútil tratar de retenerla, no pude lograr que me quisiera —agregó sin pudor.
—Nadie puede hacer que lo quieran —silabeé con resentimiento, dispuesta a tirarle en la cara todo el dolor de estos años.
—Volví a encontrarla hace unos meses, sentada a la mesa de un café, abrazaba a un hombre joven. Sus dedos perfectos plegaban para cerrarla sobre su garganta, la seda de una chalina; un gesto que solamente ella podía volver sensual y provocativo. Todavía me pareció hermosa, hermosa como siempre, pero al descubrirme desvió la cara —siguió diciendo como si viera un paisaje más allá del que nos rodeaba.
Se pasó la mano por el pelo que le caía sobre la frente. Su voz era opaca cuando volvió a hablar.
—Recordé el último momento en que la sentí mía. Caminábamos por una calle escalonada, una llovizna imprevista nos apuró los pasos. Ella cerró, en un gesto delicioso, las solapas de su abrigo. Un abrigo jaspeado de color indefinido, con botones dorados, que habíamos comprado juntos en las tiendas de San Giovanni. Un tapado de mezclilla que volvía el tiempo del color que ella mandaba. Verde. Azul. Gris. Un tapado que reconocería inmediatamente.
—Inconfundible —dijo —. Aún en el cuerpo de otra mujer.
Después, por el sendero que circunda los pinos, lo vi marcharse.
El rocío, iba desvaneciéndose espejado de ligustro, cuando metí las manos en los bolsillos de un tapado de mezclilla gris.






LAS AMANTES SON RUBIAS, DE MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX

CUENTOS
EDITORIAL DUNKEN (2015)
AYACUCHO 357 - CABA 






La imagen de Internet que ilustra el cuento es propiedad de sus autores.
NO PERTENECE AL LIBRO.

NARRATIVA






FLAMA


Cuando nos enteramos que los rusos estaban penetrando el bosque, mamá dijo que debíamos evitar cualquier incidente con los soldados.
—Habrá que pasar desapercibidas —ordenó.
Mi hermana y yo, nos lavamos el cabello y lo secamos con cuidado. Luego de peinarlo, echamos hacia atrás la melena trenzándola tirante sobre la nuca y atamos el extremo con una cinta.
Resuelta, me senté frente al espejo; sentí el frío de la tijera sobre el cuello y la cabeza más liviana. Al volverme, noté que mi hermana lloraba.
—No tengo pena en perderlo, Gitti. Vamos, siéntate —la apuré. Ella, se ubicó en el banco, nuestra mirada se encontró por un instante en el espejo.
—La guardaré para Enkel —dijo balanceando la trenza de color cobrizo, que caía sobre su espalda.
Enkel y mi hermana, eran el uno para el otro. Desde niños los juegos, la escuela y las escapadas al río, los habían unido. Comprometidos desde jóvenes, estaban organizando su boda cuando se tomó Polonia. Llamado a filas, en un principio se recibían regularmente noticias de Enkel, pero luego se hicieron esporádicas, y en el presente no teníamos ningún contacto con él.
Los rusos entraron al pueblo un sábado por la noche y se instalaron en la alcaldía desocupada. A poco de acostarnos oímos sus voces y los arranques de sus autos desde en el cuarto de la abuela.
El invierno continuaba crudo, las sábanas parecían mojadas y el cuerpo de la abuela, una barra de hielo; abrazadas para darnos calor, Gitti cruzó las piernas sobre las rodillas de la abuela y alcanzó mis pies. Los frotamos una y cien veces entre nosotras, mientras reíamos bajo las cobijas.
Mamá, sentada en un sillón junto a la cómoda, chistaba y nos hacía señas para que dejáramos de reírnos. Poco a poco, el sueño fue cerrándome los ojos.
—Levántate, tenemos que ir a la iglesia —me despertó Gitti.
La abuela, en su mecedora, miraba la pared, perdidos los ojos en las manchas de humedad. Mamá repartía leche en unas tazas, apenas pudo completar la mitad.
—Nos darán otra jarra si la pagamos con ropa, voy a buscar el abrigo de papá —nos avisó antes de entrar a su dormitorio. Cuando volvió, traía un atado oscuro, la manga de un jersey azul, colgaba balanceándose.
Cuando salimos para la iglesia, jóvenes soldados rusos apostados en la esquina, fumaban y reían. Al pasar al lado, uno de ellos susurró sobre mi hombro, mamá me tiró del brazo y cruzamos la calle.
Durante la ceremonia religiosa oímos sus silbidos en medio de nuestros cánticos, mi madre se persignó y nos hizo arrodillar. Gitti fue a encender una vela en el altar de santa Mónica y a rogar por Enkel. Habían pasado más de quince meses sin novedades de su paradero, podría estar herido o haber muerto, pero mi hermana no imaginaba otra escena que el regreso de Enkel, alto y fuerte como cuando se había marchado.
Al salir de la iglesia, dos jeeps se habían instalado en la plazoleta. Bajo la luz adelgazada del mediodía, unos soldados quemaban hojas y se calentaban acercándose al fuego.
Sin detenernos llegamos a la granja. A cambio del atado de ropa, nos entregaron un trozo de carne ahumada y una botella de leche. Mi madre las ocultó con la capa tejida que le cruzaba los hombros y retomamos el camino hasta casa.
Un soldado ruso que manejaba una moto tomó velocidad al pasar, luego regresó y zigzagueó alrededor de Gitti. Ella, asustada, dio vueltas en espiral tratando de no trastabillar, logró salir del círculo y, corrió hasta llegar a casa, mientras mamá y yo la seguíamos. A nuestras espaldas, el ruido de la moto se fue alejando.
Cuando llegó el rumor de una requisa en todas las casas, Gitti se apuró a esconder en los cajones de la cómoda su trenza rubia debajo de unas toallas.
Cerca del atardecer los rusos llamaron a la puerta. Mamá hizo un gesto y nos quedamos a un costado del corredor.
Dos soldados aguardaron en la puerta y tres entraron hasta la sala; uno de ellos pasó al primer dormitorio, luego al baño. El que llevaba charreteras, se sentó en una silla y preguntó algo a la abuela. Sin entenderle, ella sonrió mientras él liaba un puñado de tabaco en papel fino. Al acercar la cerilla, un aroma suave impregnó el ambiente. Cuando levantó la cabeza, detuvo sus ojos en Gitti.
El tercer soldado, al regresar de la huerta, trajo dos plantas mustias por la nieve. Mamá entendió que querían que las cocinara para ellos, y pasamos a la cocina. Allí cortó dos zanahorias y un trozo de calabaza roja. Las lavó en una cazuela con el hielo recogido en la mañana y metiéndolas en la olla, encendió el fuego para que hirvieran. Tardará más de una hora pensé, pero el que estaba fumando, hizo un gesto negativo y mamá apagó la hornalla. Sin dejar de fumar, se dirigió a los que lo acompañaban, al momento los dos soldados salieron. Unos minutos después, uno de ellos regresó con una botella que colocó sobre la mesa. Cuando el que fumaba destapó la botella, mamá trajo varios vasos, sin embargo, él sirvió licor en uno solo. Se acercó a Gitti invitándola a beber. Ella retrocedió, negó con la cabeza, el pelo claro le cubrió los ojos. Con la mano, acomodó el mechón, y, dando unos pasos, se acercó a mamá. Yo quedé frente al soldado, que bebió y volvió a dejar el vaso sobre la mesa. Al momento, hizo una seña al que esperaba apartado y se marcharon.
Gitti comenzó a sollozar, primero suavemente y luego con espasmos, como si sufriera arcadas. Balbuceaba y no pude comprender las palabras sueltas.
Después de la cena, la abuela permaneció ausente, perdida en esos paisajes donde tornaba a un pasado que no conocíamos. Gitti y mamá se quedaron cerca del fuego, bordando un edredón. De a ratos, mi hermana dejaba la costura y se pasaba la mano por la frente, me figuré que intentaba desterrar un mal pensamiento.
Entre las persianas espié la calle, varios soldados hacían guardia repartidos en parejas. Sus risas llegaban hasta la casa.
—Es tarde, vamos a descansar —ordenó mamá.
En el cuarto, Gitti se desvistió en silencio y se metió en la cama.
—Oye, ¿no te dignas darme las buenas noches? —la provoqué con ánimo de broma.
—Algo malo va a pasar —contestó —. Y si pasa, prefiero morirme.
—Nada malo va a ocurrirnos —aseguré —.Será mejor dormir, mañana tenemos que ir a buscar leña.
Gitti se deslizó entre las sábanas y empezó a recitar la oración de la noche. El pelo corto, revuelto y ondulado, le iluminaba la frente.
—Repite conmigo —dijo, y la obedecí.
En la mañana, al despertar, Gitti y mamá no estaban.
—Han ido a la granja, no tenemos harina —explicó la abuela cuando, al entrar a la cocina, pregunté por ellas. Unté un poco de nata en una galleta, y me puse a ordenar mis tareas. Aunque las clases se habían interrumpido tiempo atrás, desde luego me empeñé en completar los ejercicios y repasar las lecciones. Quería entrar en cuanto fuera posible a la universidad.
Cerca de las once, llamaron a la puerta cancel. Era el soldado que, en la noche anterior, fumaba el tabaco perfumado. Hizo señas, entendí perfectamente que preguntaba por mi hermana. Moví la cabeza hacia los costados. Él se acercó y me entregó una lata de carne disecada; luego se marchó. Entré y seguí con los deberes.
Hacia la medianoche, todo era silencio dentro de la casa, solo se oía el respirar endeble que llegaba del cuarto de la abuela y las risas del grupo de rusos que se calentaba en la calle.
Gitti terminó el recamado de unas fundas con puntillas y entredós. Las metió en el baúl de la habitación de mamá, y le tiró unos brotes secos de fresno.
—Pueden desteñir sobre la tela blanca —dije al verla. Ella, entonces, las retiró para arrojar las ramitas a la estufa que apenas boqueaba un fuego lerdo.
Más tarde, al acostarnos, Gitti dijo sus oraciones por Enkel y por el eterno descanso de papá. Estirándose en la cama, se volvió de perfil hacia la pared.
Durante la semana, el soldado nos alcanzó chocolates y un lápiz. Yo me apoderé del lápiz, que era azul y de mina muy blanda.
La iglesia pasó a ser reducto de las tropas que llegaban, y se destinó un aula de la escuela para el culto, pero ese domingo cuando nos disponíamos a salir, dos soldados nos obligaron a entrar otra vez en la casa. Reconocí al mismo que había molestado a Gitti, acelerando la moto y rodeándola. Al hallar los chocolates en la alacena, se volvió a mamá, gesticulando de manera descarada. Mi hermana precipitándose, logró arrebatárselos y los guardó en el bolsillo de su tapado. Él, en un arranque, le metió la mano en el ojal del bolsillo, con tal violencia que rasgó el género. Con el otro brazo, le cercó la cintura, obligándola a arquear el cuerpo. Gitti apartó la cara, moviendo los hombros para librarse del abrazo, pero el ruso le quitó el pañuelo y tomándola del cabello, le llevó la cabeza hacia atrás. Los gritos de mi hermana y de mamá hicieron que el soldado que revisaba las habitaciones regresara a la cocina; en cuanto comprendió la escena interpeló al compañero. Me adelanté y tomé a mi hermana del brazo, ella deslizando su mano hasta la mía, me aprisionó los dedos.
Al pasar la puerta, el soldado de la moto nos hizo un ademán obsceno. Sentí como si estuviera desnuda delante de él.
Para conseguir provisiones, dábamos un rodeo hasta las tiendas o la granja, evitando ser abordadas por los soldados, sin embargo, cualquiera fuera la hora en que salíamos, los descubríamos parapetados en alguna de las esquinas. Gritaban y hacían gestos sucios, algunas veces desabrochándose los pantalones.
Supimos que varias mujeres habían sido abusadas, una prima que estaba encita, había perdido al bebé por un ataque en su propia casa. Mi madre no permitía que saliéramos y teníamos prohibido ir hasta el camino donde empezaba el bosque de abedules.
Una tarde, el calor nos hizo buscar sosiego en la galería. Sentadas a la sombra, mi hermana trajo unas revistas de costura. Atenta a los detalles, deslizaba los dedos sobre las fotos de vestidos de novia, ya pasados de moda.
—Si eliges esos horribles vestidos, Enkel agradecerá la guerra y escapará para siempre —dije sin pensar que era un comentario lapidario. Gitti, quedó estática, con los dedos sobre el modelo anticuado y los ojos en un escenario infranqueable.
—Bueno, fue una broma —me apuré a salvar el mal paso—, para cuando llegue Enkel mamá te hará un vestido de princesa y la iglesia se llenará de flores.
Sin una palabra, mi hermana dejó la revista en la silla, y entró en la casa. Durante la cena, hice todo lo posible por demostrar arrepentimiento, pero ella se mantuvo distante. Mamá la observó varias veces, y también a mí, pero no preguntó nada. Gitti y yo solíamos discutir por naderías, cosas de muchachas que luego olvidaban y volvían a caminar del brazo.
—Mañana no tocarán las campanas por san Kilian —dijo mamá —.En un tiempo íbamos al bosque con candelas, y las primeras muchachas que llegaban veían cumplidos sus deseos.
Antes de acostarme, me dediqué a traducir unos textos. Todo va a seguir siendo como era antes, me prometí.
Al entrar al cuarto, Gitti dormía. Su pelo entre los visos de la cortina, era un haz bermejo sobre la almohada.
Mamá cortaba unos trozos de pan sobre la mesada cuando, temprano, entré a la cocina. La abuela, cubiertas las piernas con una manta, el mentón caído sobre el pecho, dormitaba en la mecedora.
Me sorprendió no ver a Gitti, siempre dispuesta para ayudar a mamá.
—Dense prisa —dijo mamá—.Dile a tu hermana que deje el baño libre, voy a asear a la abuela cuando despierte.
Quise decirle que Gitti no estaba en la cama, tampoco en el baño. Pero no pude. Un reflujo amargo me subió desde el estómago y me llenó la boca. Ella se detuvo como si le extrañara mi silencio. En ese instante, nos sobresaltaron los golpes en la puerta.
El soldado que fumaba el tabaco perfumado, sostenía en brazos, el cuerpo de Gitti.
El camisón, con manchas de sangre, asomaba debajo del abrigo, el prolijo zurcido del bolsillo a la vista. Una media cubría su pie izquierdo. Los ojos opacos, abiertos; la boca herida, como si se hubiera mordido los labios hasta desfigurarlos. El pelo corto, pegado a la frente, era una corona dorada.


LAS AMANTES SON RUBIAS, DE MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX

CUENTOS
EDITORIAL DUNKEN (2015)
AYACUCHO 357 - CABA






La imagen de Internet que ilustra el cuento es propiedad de sus autores.
NO PERTENECE AL LIBRO.

APORTES CULTURALES


      
ENTREGA DE PREMIOS 




Conducción General

Graciela Licciardi - David Antonio Sorbille


Prensa
María Fernanda Macimiani 

Miembros de Honor
Emil García Cabot - Jorge Luis Estrella (In mem.)


 Programa del 8º Encuentro del Año 2019 

Jueves 28 de Noviembre a las 18:30 h.
 SADE (Sociedad Argentina de Escritores) 
Sala Nélida Pessagno –  Uruguay 1371 – 3er Piso –  CABA



PREMIO A LA TRAYECTORIA Y DIFUSIÓN DE LAS ARTES
EMIL GARCÍA CABOT A MARCOS SILBER


PREMIO POESÍA HÉCTOR MIGUEL ÁNGELI 
GRACIELA BUCCI


PREMIO ENSAYO ERNESTO GOLDAR
LUIS CALVO


PREMIO NARRATIVA MIGUEL BRIANTE
MARITA RODRÍGUEZ-CAZAUX


PREMIO NOVELA ANTONIO DI BENEDETTO
A BEATRIZ ISOLDI


PREMIO TEATRO JORGE LUIS ESTRELLA
MARÍA CRISTINA BERÇAITZ


PREMIO A LA REVELACIÓN POÉTICA JORGE GARCÍA SABAL 
MIRTA VENEZIA


PREMIO A LA REVELACIÓN POÉTICA JUVENIL DELFINA GOLDARACENA 
AGUSTÍN DOMINGUEZ


PREMIO A LA CREATIVIDAD HORACIO SEMERARO
MIROSLAV SCHEUBA


PREMIO A LA DIVULGACIÓN DE LA OBRA DE LOS ARTISTAS ALBERTO LUIS PONZO NORBERTO BARLEAND


PREMIO LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL 
MARÍA ELENA WALSH A MARÍA JULIA DRUILLE


PREMIO A LA RESILIENCIA EDNA POZZI 
MARÍA PAULA MONES RUIZ


PREMIO ARTES PLÁSTICAS XUL SOLAR 
HELEN PAZ


PREMIO AL MÉRITO EN POESÍA ROBERTO SANTORO 
OSVALDO VÍCTOR FERNÁNDEZ


PREMIO AL MÉRITO LITERARIO SUSANA AGUAD 
MARÍA MARTA DONNET


PREMIO AL MÉRITO ARTÍSTICO SUSANA FERNÁNDEZ SACHAOS 
IRENE ZAVA


PREMIO AL MÉRITO EN NARRATIVA LUISA M. LEVINSON
NÉLIDA HABESHIAN


PREMIO AL MÉRITO EN COMUNICACIÓN CULTURAL MANUEL RUANO 
DANIEL GRAD


PREMIO A LA ESCRITURA CREATIVA JORGE PAOLANTONIO 
ROXANA PALACIOS


sábado, 23 de noviembre de 2019

24 MUJERES POETAS HOY


MIRTA E. VENEZIA





Cacería


Como Diana
salgo de noche sin ballesta.
Hiero  el céfiro profano/ que  te inunda.
Adivino tu espalda erguida.
Impostada coraza.
Como un animal te huelo.
Si pudiera cruzarte, demiurgo,
voltear tu caballo
contar las costillas de tu vientre desarmado.
Despedazar tu aliento de uvas.
Al filo del alba /vencerte
con mi jauría de lobas/sin abrigo.


Sutura

he tirado las cartas
del dolor propio y ajeno
he reído hasta el llanto
he rogado a la piedra

hoy decreto mi exilio
del cuerpo que anhela
de las rosas estambre amarillo
de los nísperos ácidos
de los vaivenes del vientre

hoy me cincuncido
de única sutura
del  único amadísimo nombre
himeneo que jamás será




24 MUJERES POETAS HOY
Selección (2019)
Antología compilada por María Marta Donnet y Amadeo V. Gravino.

24 POETAS MUJERES HOY


TERESA VACCARO




Inmigrantes


¿Cuál fue el atractivo, la esperanza
que buscaban del otro lado del mundo?
¿Qué viaje interno
los cautivó por lo desconocido?
¿Un deseo intangible de la ciudad naciente
que alimentaban sus retinas?

Tal vez haya sido el simple impulso
de tramar la aventura,
la propia huella.


Las siete de la tarde


Justo a las siete de la tarde
una mujer canta, una mano pide ayuda,
la angustia reclama tregua,
la piedra, espacio.

Justo a las siete de la tarde me encadeno al poema,
atravieso el laberinto y camino sobre la ribera
por si un mensaje dentro de una botella
emerge del mar para salvarme.



24 MUJERES POETAS HOY
Selección (2019)
Antología compilada por María Marta Donnet y Amadeo V. Gravino.