Trabajo entre diez y doce horas al día, de lunes a sábado. Mis vacaciones son de diez a doce días en el año. No puedo quitar de mi mente, ni de mi teléfono, a los clientes. No veo el cielo, ni el horizonte, no siento el viento, ni la mano tibia del sol, ni la humedad liberadora de la lluvia. Dos puertas y una reja me separan de la acera, de cualquier ruido o voz. Me muevo en un sitio de rectangulares espacios jerárquicos, pulcros y fríos. Para aguantar, consumo drogas recetadas y voy al psicólogo una vez a la semana. Cuando mi hijo, de diez años, me dice que quiere ser como yo, le respondo, desgarrado en angustia, que sea libre.
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